La infancia de Aioria acabó la noche en que Aioros abandonó el santuario.

Al comienzo no quería creerlo. No había manera de que alguien como su hermano mayor intentara matar a su diosa, mucho menos siendo esta una indefensa bebé. ¿Cierto? Aioros era la persona más amable y noble de todo el santuario. ¿Cierto?

Eso es lo que el pequeño leo se decía a sí mismo todos los días. Pero los días se transformaron en semanas, después en meses y al final en años. Y esa esperanza de su niñez se convirtió gradualmente en odio, rabia y resentimiento.

Aioros había sido un traidor, y eso lo convertía en el hermano del traidor.

Aioria odiaba ese título, y no deseaba nada más que escapar de eso que lo había marcado por tantos años.

Aioria lo odiaba.

Odiaba a los sirvientes y guardias, que lo miraban con desprecio y murmuraban entre ellos cuando creían que él no estaba mirando.

Odiaba al resto de los santos, que dudaban de su lealtad a Atena y lo cuestionaban en cada momento, siempre comparándolo con su hermano.

Pero más que nada, odiaba a Aioros, quien no solo había intentado asesinar a su diosa, pero huyó del santuario como un cobarde y murió como un cobarde.

Un cobarde que lo había dejado completamente solo.